
Carolina Coronado nació en 1820 en Almendralejo, un pueblo de la provincia de  Badajoz en Extremadura, en el seno de una familia acomodada y distinguida pero  de ideas liberales que atrayeron la represión fernandina sobre sus miembros:  Fermín Coronado, el abuelo de la escritora, murió ese mismo 1820 por maltratos,  y el padre Nicolás, fue encarcelado y luego amnistiado en 1829.
Cuando  Carolina tenía cuatro años, la familia se trasladó a Badajoz, sin embargo, a  pesar de vivir en una ciudad (aunque muy de provincias en la época) y a pesar de  las ideas “progresistas” de la familia, la joven Coronado no recibió nada más  que la normal (es decir muy pobre) educación de una señorita de su época, aunque  es sabido que tuvo una buena cultura musical. Desde niña se demostró precoz en  la lectura y en la composición literaria, especialmente de versos, y como  autodidacta aprendió francés, inglés, italiano y portugués. Sin embargo, a pesar  de las capacidades, y en contra de sus aspiraciones personales, la familia  siempre obstaculizó la vocación literaria de Carolina, que se reveló pronto: en  1839 publicó en el periódico madrileño «El Piloto» la oda A una pluma, poema que  despertó cierto interés, incluso en el bien famoso paisano suyo José de  Espronceda. Pocos años después salió su primer libro Poesías con prólogo de  Hartzenbusch.
En 1850 la familia Coronado se trasladó a Madrid, aquí  Carolina hizo vida de corte, destacando por su belleza y su talento literario,  dotes que le procuraron el favor incluso de la reina Isabel II. Dos años después  Carolina se casó con Horacio Justo Perry, primer secretario de la Embajada de  los Estados Unidos. Tras su matrimonio, aunque no abandonó la actividad  literaria, la Coronado dejó casi por completo la poesía por la prosa, publicando  sus obras sólo tras largas temporadas de silencio; en esta segunda fase de su  vida Carolina desarrolló una intensa actividad de anfitriona, antes en Madrid,  más tarde en Lisboa: por su salón pasaron personalidades progresistas de la  altura del Duque de Rivas, Quintana, Zorrilla, Castelar, Gallego, Nocedal y  otros.
El año 1854 fue un momento muy doloroso para la vida de nuestra  escritora, a los dos años murió su hijo Horacio, pero las angustias no habían  terminado, y veinte años después, en 1873, murió también su hija Carolina, cuyo  cadáver, por decisión de su madre, fue embalsamado y conservado en un armario en  el convento de las Madres Pascualas de Recoletos. Tras esta pérdida, el  matrimonio se trasladó a Lisboa, a Paço d’Arcos y luego al palacio de la Mitra;  en 1891 murió su marido Horacio, al que Carolina también mandó embalsamar y  conservar en la capilla de su residencia y a él se dirigía todas las noches con  el nombre de “El silencioso”. Carolina murió el 15 de enero de 1911 y su cuerpo,  junto con el del marido, fue trasladado a Badajoz por su hija Matilde, la única  que le sobrevivió, y por su yerno, el Marqués de Torres-Cabrera.
Aunque  nunca se haya olvidado por completo a Carolina Coronado, la crítica ha vuelto a  dedicarle atención desde hace relativamente poco tiempo. Famosa en su época por  su belleza y elegancia, su talento, sus ideas anticonformistas y algo  excéntricas (aunque llevó la vida discreta de una dama de la alta sociedad), su  fortuna deslució tras su fallecimiento. Carolina en efecto, sin olvidar sus  largas pausas entre una obra y otra, especialmente después de casada, fue una  autora activa y creativa. Escribió y publicó sus poemas, algunos de ellos  tradicionales otros bastante “inovadores” con cierta temática “libertaria”,  poemas que se editaron en un primer momento en revistas y más tarde en volumen  (en tres ediciones diferentes incorporando siempre nuevos textos); se dedicó a  la prosa novelística (tenemos noticia de una quincena de novelas), al artículo y  al ensayo de costumbre, y hasta al texto dramático, sabemos efectivamente que  compuso varias obras teatrales (Alfonso IV de León, Un alcalde de monterilla y  El divino Figueroa) aunque sólo una de ellas se estrenó (El cuadro de la  esperanza, 1846).
Si es verdad que la crítica actual ha puesto más el acento  en la inspiración “feminista” de su obra que, si por un lado reivindica más  autonomía para la mujer y sobre todo el derecho a una buena educación y al  ejercicio de las letras, por el otro pone a la persona Carolina en contraste  existencial entre el papel público de escritor y el privado de esposa y mujer,  no cabe duda de que la escritora extremeña es – prescindiendo incluso de esta  problemática – una interesante y digna representante de las letras españolas del  siglo XIX.
La Rosa blanca (soneto)
¿Cuál de las hijas del verano  ardiente,
cándida rosa iguala tu hermosura,
la suavísima tez y la frescura 
que brotan de tu faz resplandeciente?
La sonrosada luz del alba  naciente
no muestra al desplegarse más dulzura,
ni el ala de los cisnes  la blancura
que el peregrino cerco de tu frente.
Así, gloria del  huerto, en el pomposo
ramo descuellas desde verde asiento;
cuando llevando  sobre el manso viento
a tu argentino cáliz oloroso
roba su aroma  insecto licencioso,
y el puro esmalte empaña con su aliento.
 
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